Tetsuya Yamagami, hombre de 41 y desempleado, decidió matar con un arma hechiza al exprimer ministro de Japón, Shinzo Abe. Lo culpaba por la ruina financiera de su madre.
Sólo días antes, Boby Crimo III, de 21 años, un chico solitario y deprimido, mató a siete personas durante el desfile del 4 de julio en Chicago apertrechado en la azotea de un edificio. Había intentado suicidarse antes con un machete.
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De este lado del Río Bravo, Andrés Filomeno, de 74 años y mejor conocido como "El Caníbal de Atizapán", asesinó al menos a 19 mujeres y hasta serie han causado sus crímenes aberrantes. Era alcohólico y adicto a la pornografía.
Estas son sólo postales de la otra gran pandemia de nuestro tiempo: la de los hombres enojados y enfermos que se tornan violentos contra los demás.
Por supuesto que la masculinidad tóxica y la frustración mal encaminada no son fenómenos nuevos. En la ideología tradicional de la masculinidad, la violencia es una vía legítima para cumplir con los roles de género. También es expresión recurrente de desahogo cuando estos no se cumplen.
Sin embargo, estos males profundamente enraizados en nuestras sociedades están siendo exacerbados por una crisis global en la salud mental.
Según uno de los primeros estudios en la materia realizado por la Organización Mundial de la Salud, en el primer año de la pandemia por Covid-19 la prevalencia mundial de la ansiedad y la depresión aumentó un 25%.
Este incremento en las afecciones mentales ocurrió durante un desbordamiento de los sistemas de salud, los cuales se enfocaron en atacar al Covid. Mientras se reacomodan los gobiernos en la nueva normalidad se carecen de los instrumentos para detectar a los nuevos enfermos mentales y atenderles antes de que lastimen a alguien más.
En 2020 sólo el 51% de los 194 estados miembros de la OMS informaron que cumplían los estándares establecidos por el Organismo en cuanto a programas de promoción y prevención de la salud mental.
A esto hay que sumarle el estrés económico en este mundo en crisis.
Se estima que del 2019 al 2020, en términos absolutos, 60 millones de hombres cayeron en el desempleo –en el caso de las mujeres fueron 54 millones–. Según organizaciones como la OIT el empleo aún no ha regresado a los niveles prepandemia, mientras que los afortunados que han retornado al mundo laboral han debido hacerlo con menores pagas y pagando precios más elevados de productos y servicios ante una elevada inflación.
Este contexto precario para la salud mental y el bienestar económico han afectado por igual a mujeres –o incluso peor en algunas instancias–, sin embargo, son los actos injustificados y violentos de hombres los que de manera desproporcionada inclinan la balanza como para señalarlos con el dedo.
Si las acciones de hombres enojados son más ahora, se les presta más atención, o son denunciados en una mayor cantidad, no se tiene una respuesta definitiva. Lo más probable es que sea una mezcla.
El presente emproblemado es un caldo de cultivo perfecto para hombres tristes, enojados y frustrados, cuyo papel en la sociedad actual está siendo redefinido rápidamente.
La decisión de recurrir a la violencia para expresar estas condiciones por supuesto es responsabilidad de cada uno; sin embargo este mal tiene el poder suficiente para cambiar para mal las realidades de muchos.
En ese sentido debería ser preocupación de todos, de hombres enojados y de los que no también.