Todo empezó con los videojuegos Mortal Kombat y Doom. En el primero, uno de los peleadores le arrancaba la cabeza a su contrincante con todo y espina vertebral. En el segundo, un soldado espacial hacía explotar a demonios con una escopeta.
Ambos eran los más grandes éxitos que la industria de videojuegos occidental había conocido hasta abril de 1999, fecha en que Eric Harris y Dylan Klebold asesinaron a 15 personas en la escuela secundaria de Columbine, en Colorado, EU.
Los pistoleros suicidas eran asiduos jugadores de Doom y Mortal Kombat, por lo que el congreso estadounidense se lanzó en una cruzada contra la industria de los videojuegos en busca de culpables para aquella matanza sin sentido.
Claro, no se les ocurrió buscar entre la creciente población con desórdenes mentales, el desmantelamiento de las estructuras familiares en EU, o el fácil acceso a armas de alto poder.
Como en muchos otros debates, la Secretaría de Gobernación llega tarde a una discusión que empezó hace 21 años, y lo hace por las razones equivocadas.
Luego del tiroteo en el #ColegioCervantes en Torreón la semana pasada, la Segob anunció que trabajaría en la revisión de lineamientos para la clasificación de contenidos audiovisuales en radio, televisión y videojuegos.
Fue Miguel Riquelme, el gobernador de Coahuila, quien desde el poder ligó a la industria de los videojuegos con lo ocurrido en su estado, haciendo eco de un discurso desmentida hasta el cansancio. Algunos medios de comunicación rancios y padres de familia preocupados retomaron la idea. Ahora el Gobierno federal actúa.
Basta hacer un cruce sencillo de información para desechar la hipótesis de que el consumo de videojuegos equivale a violencia.
China, el principal consumidor de videojuegos del mundo, así como Japón, Corea y Alemania cuentan con tasas cercanas a cero en cuanto a homicidios por cada 100 mil habitantes. Muy distinto a lo que sucede en México, donde la violencia crece rampante y el gasto en este tipo de entretenimiento es mínimo cuando se le compara con otros países.
Culpar a un software por los males que nos aquejan no sólo es reduccionista y ridículo, sino también irresponsable, pues sepulta a los verdaderos problemas del país (violencia, flujo de armas y disolución social) entre un mar de mentiras y prejuicios pasados de moda.
Si el gobierno mexicano no va a normar con datos en la mano, que nos vaya avisando si lo va a hacer desde la moral o el oportunismo.