A los ochenta años del estallido de la II Segunda Guerra Mundial, pese a los graves conflictos de estas ocho décadas, el mundo es más estable, si bien los grandes vencedores y vencidos de 1945 afrontan el pasado con perspectivas distintas y, en muchos casos, un componente de reivindicación nacional.
Estados Unidos surgió de la II Guerra Mundial como la única superpotencia global en un mundo geopolítico totalmente nuevo. Aunque la URSS, dominada por Stalin, consiguió rivalizar con el gigante americano, en 1945 sólo Washington podía presumir de un poder militar, económico y político sin parangón. Fue la época de la "Pax Americana" en Occidente.
Esta posición llevó a la clase dirigente de EU a creer en el destino de ser la potencia líder y en su obligación de extender su imperialismo por buena el planeta.
Sin embargo, Washington actuó, a nivel bilateral y dentro de las organizaciones internacionales, en el marco del multilateralismo (al menos en lo que se refiere a Europa Occidental, Japón y Corea), teniendo en cuenta a sus aliados.
El mejor ejemplo fue el Plan Marshall, lanzado en 1948 para asegurar que la recuperación económica de Europa Occidental y Japón promoviera la estabilidad política y la seguridad internacionales. Otra cosa fue lo que ocurrió con otros "socios" imperiales de Estados Unidos fuera de Europa: en Latinoamérica o en el sureste asiático la conducta de Estados Unidos fue más arbitraria, brutal y sin consentimiento de las partes.
Para los soviéticos, la conflagración comenzó con dos años de retraso: el 22 de junio de 1941, cuando los ejércitos alemanes lanzaron la invasión de la URSS pese al tratado entre Hitler y Stalin.
El llamado pacto Ribbentrop-Molotov (1939), atribuido por los historiadores a la necesidad que tenía el Kremlin de ganar tiempo para afrontar una guerra que consideraba inevitable, contenía un protocolo secreto sobre la partición de Polonia y la entrega a la URSS de Lituania, Letonia, Estonia y Besarabia, y dejaba a Finlandia en la órbita de influencia de Moscú.
La invasión alemana sorprendió a la URSS con su Ejército descabezado por las purgas estalinistas, lo que explica el impetuoso avance de la Wehrmacht en las primeras semanas de una campaña que Hitler calculaba terminar antes de la llegada del invierno europeo de 1941-1942.
Pero la feroz resistencia de los soviéticos, a la que se sumó uno de los inviernos más rigurosos del siglo, frenó la maquinaria bélica de Hitler, que sufrió en Moscú su primera gran derrota en esta guerra.
Leningrado ya sitiado, Hitler lanza una ofensiva con Stalingrado como objetivo.
En la ciudad de Stalin y sus alrededores se libra la batalla más sangrienta de la historia (se calcula unos dos millones de muertos en ambos bandos), que termina el 23 de febrero de 1943 con la victoria soviética. Fue el comienzo de una ofensiva que terminó con la capitulación definitiva de Alemania el 8 de mayo de 1945.
"Hoy vemos con estupefacción los intentos de minimizar el papel y el aporte decisivo de la Unión Soviética a la victoria" sobre la Alemania nazi, explica el historiador y rector de La Universidad Pedagógica Estatal de Moscú, Alexéi Lubkov, quien atribuye este hecho a la coyuntura política y al orden mundial actuales.
Para Alemania, la gran derrotada, la manera de recordar oscila permanentemente entre el recuerdo del dolor que pareció su pueblo y la culpa que sintieron generaciones y parte de la clase dirigente.