PARÍS, Francia. El presidente turco Recep Tayyip Erdogan parece decidido a capitalizar el asesinato del periodista Khamal Khashoggi para buscar dos objetivos estratégicos de crucial importancia para su régimen: Tratar de mejorar sus relaciones con Estados Unidos y aprovechar el desprestigio de Arabia Saudita para posicionarse como líder del bloque sunita en el mundo árabe.
Erdogan insinuó el alcance de sus ambiciones en las explicaciones que formuló ayer en el Parlamento, donde denunció que el “asesinato político” de Khashoggi "no fue algo espontáneo", sino que se trató de una "operación monstruosamente premeditada". Pero, contrariamente a lo que se podía esperar, no formuló ninguna revelación espectacular.
Todo lo que dijo oficialmente ayer, su régimen lo había destilado antes –gota a gota– en los 20 días que transcurrieron desde el asesinato del periodista.
El único detalle novedoso, filtrado por los servicios de inteligencia, fue revelar que el asesinato fue teleguiado a través de la red Skype por Saud al Qahtani, un estrecho colaborador del príncipe heredero Mohamed ben Salman, conocido por sus siglas MBS.
“Tráiganme la cabeza de ese perro”, le exigió en un momento Saud al Qahtani al comando de asesinos, según el relato de la prensa turca.
Ese abogado, que ocupaba una posición clave como consejero de comunicación de MBS, figura entre los cincos personajes de alto rango licenciados de sus cargos el pasado fin de semana.
La intervención de Erdogan estuvo sin duda destinada a demostrar que, gracias al gigantesco operativo montado por los servicios de inteligencia turcos dentro del consulado de Arabia Saudita en Estambul, el gobierno conocía hasta los menores detalles del crimen.
A través de los detalles revelados con cuenta gotas a través de la prensa controlada por el régimen en las últimas semanas, no fue difícil comprender que la operación de espionaje incluía desde empleados locales infiltrados hasta cámaras y micrófonos en todas las dependencias del consulado –incluyendo el sótano–, pasando por teléfonos “intervenidos” y hackeo de las antenas del edificio para monitorear todas las comunicaciones.
Con toda evidencia, a Erdogan no le importaba que las huellas de los servicios de inteligencia quedaran en evidencia. El principal objetivo era destruir, triturar, pulverizar la influencia de MBS en la esfera sunita del mundo árabe y, al mismo tiempo, torpedear las relaciones privilegiadas del príncipe heredero con el presidente norteamericano Donald Trump y, en particular, con su influyente yerno, Jared Kushner.
Sin mencionarlo, Erdogan concentró toda la artillería en demostrar que el comando que cometió el asesinato estaba integrado por esbirros de MBS, que fue el verdadero cerebro de la eliminación de Khashoggi. Pero en ningún momento lo nombró.
En sentido contrario, tuvo una actitud particularmente deferente con el rey Salman de Arabia Saudita, sin duda para distanciarlo de la “escena del crimen”.
Un ataque contra el monarca significaría un virtual casus belli difícil de reparar con explicaciones.
Erdogan está convencido de que el debilitamiento de MBS y de Arabia Saudita puede abrirle una ventana de oportunidad para recuperar la influencia que tenía en el mundo árabe. Ese prestigio lo perdió en forma abrupta con la brutal represión que desencadenó después del fracasado putsch del 15 de julio de 2016. En estos dos años, el régimen desmanteló la justicia, la policía y el Supremo Tribunal Electoral, encarceló a los opositores, amordazó a la prensa, tomó el control de todos los medios del país y modificó la ley electoral.
El presidente turco comprendió que, como la naturaleza tiene horror del vacío, podría aprovechar el repliegue de Arabia Saudita para postularse como líder del frente sunita que intenta contener la expansión de Irán. Para ocupar ese hueco, sin embargo, hacen falta los petrodólares que tiene la monarquía saudita para financiar a los regímenes desfallecientes de la región -como Egipto, Túnez y Jordania-, sostener a los grupos sunitas que combaten contra las milicias chiítas en Siria y continuar la guerra proxy contra las milicias pro-iraníes en Yemen.
El momento no es el más adecuado para lanzarse a esa aventura. La economía turca vacila, la lira está en la cuerda floja y algunos sectores del gobierno están pensando seriamente en pedir oxígeno al Fondo Monetario Internacional (FMI). Además el país tiene que soportar una costosa intervención militar en Siria contra los kurdos y la sangría que representa la presencia de 3.5 millones de sirios refugiados en territorio turco.
En momentos en que se cumple un siglo de la caída del Imperio Otomano, Erdogan no pierde la esperanza de convertirse en un califa moderno que ha sido capaz de restaurar el perímetro de influencia que tenía la Sublime Puerta en todo el mundo musulmán.
Ese sueño sólo se puede cumplir si cuenta con la bendición de Estados Unidos. Por eso es, seguramente, que -aunque cañonea sin piedad a MBS en las últimas dos semanas- preservó la figura del rey Salman a fin de no poner en peligro la estabilidad de la monarquía saudita.
Las dos partes parecen dispuestas a explorar fórmulas de acercamiento. Por eso es que el lunes último -antes del discurso de Erdogan- Trump envió a la directora de la CIA, Gina Haspel, para discutir el caso Khashoggi con el gobierno turco.
El verdadero motivo del viaje es negociar las condiciones de un acuerdo de recíproca conveniencia.
La Casa Blanca parece haber comprendido que llegó el momento de echar un piadoso manto de olvido sobre las rencillas del pasado y forjar una nueva relación que tenga en cuenta los intereses de ambos países. El riesgo para Trump reside en que, a corto o largo plazo, Erdogan terminará pidiéndole que acuerde la extradición del imán septuagenario Fethullah Gülen, que vive refugiado en Pennsylvania desde 1999, y que el presidente turco considera como el inspirador del putsch de 2016.
En ese momento se verá hasta dónde llega la real politik de Trump y cuáles son los verdaderos intereses estratégicos de Estados Unidos.