“El racismo no merece monumentos”, sentenció la frase de la pancarta colocada al lado del monumento a Fray Antonio de San Miguel en Morelia, Michoacán, que amaneció cubierto con mantas de mensajes antirracistas la mañana del 17 de junio. El monumento honra la figura del fraile que erigió el emblemático Acueducto colonial de Morelia y es acompañada por la de un español, y dos indígenas: uno carga y otro cincela pesados bloques de piedra.
Los mensajes antirracistas apenas duraron una hora, pues fueron retirados. Pero, al día de hoy, esta es la expresión mexicana sumada a la oleada global de derrumbamientos, daños, decapitaciones, derrame de pintura o grafiteo en estatuas de conquistadores europeos, traficantes esclavistas, y soldados confederados estadounidenses que apoyaron la esclavitud.
Estos actos transgresores son parte del movimiento antirracista Black Lives Matter, surgido en el mundo tras la muerte del afroamericano George Floyd a manos policiacas, y si bien han sido considerados vandálicos por autoridades y una parte de la sociedad, animan a replantearnos la historia, sobre todo del lado de las víctimas.
Es una realidad que la conquista de América aniquiló a 90% de la población indígena por la brutalidad, las pandemias, la explotación y la hambruna. También que esta pérdida fue reemplazada por más de 12 millones de personas esclavizadas y traficadas de África al continente, según documentó la historiadora Kenneth Morgan en su libro Cuatro siglos de esclavitud trasatlántica. A México fueron traficadas de 250 a 500 mil personas africanas, según estimaciones de la Secretaría de Cultura.
Entonces ¿por qué celebrar y exonerar esta historia de violencia y yugo a través de monumentos y símbolos en parques y avenidas? Enaltecerla acríticamente en el espacio público, en nuestro paisaje urbano cotidiano, legitima y hace perdurables prácticas racistas y clasistas coloniales.
La condena a esta historia ha llevado a manifestantes a sabotear con furia estatuas de personajes colonialistas o propagadores del racismo.
En Estados Unidos, por ejemplo, activistas derribaron las estatuas de George Washington y Thomas Jefferson, padres fundadores de ese país; en Reino Unido, a la del traficante de esclavos Edward Colston la arrancaron de su pedestal y la arrojaron al río; mientras en Francia atacaron la de Jean-Baptiste Colbert que fue ministro de finanzas de Luis XIV, en Italia la del historiador italiano Indro Montanelli, y en Bélgica la del rey Leopoldo II acusado de genocidio en El Congo, entre otras.
Las estatuas de Cristóbal Colón han sido las más agredidas, particularmente en ciudades de Estados Unidos: Miami, Baltimore, Boston, Richmond, Camdem, Chicago. Mientras en Barcelona y Madrid estas tuvieron conatos de incendio y en México, una petición en la plataforma ciudadana change.org pide retirar su monumento de la avenida Reforma de la capital mexicana.
Otra petición del Colectivo Arte y Resistencia propone, en la misma plataforma, que el citado monumento del fraile en Morelia sea reubicado a un museo con el fin de generar reflexión sobre lo que representa. Plantea sustituirlo por un árbol como símbolo de unión y de esperanza entre pueblos originarios y la población mestiza.
Tal mirada no la tuvieron manifestantes que protestaron durante la conmemoración de los 500 años de la conquista de América en 1992. La estatua del virrey Antonio de Mendoza fue tirada de su pedestal por activistas y purépechas en la misma ciudad de Morelia, y lo mismo hicieron indígenas chiapanecos con la del conquistador Diego de Mazariegos en San Cristóbal de las Casas.
Estos derribamientos fueron el presagio de lo que vendría en 1994: el potente levantamiento armado de tzotziles, tojolabales, mames, choles y tzetzales del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en exigencia de igualdad social y justicia para todos los pueblos originarios del país.
Más el racismo institucional ha buscado sofocarlo durante los 26 años de su existencia, al tiempo que agravó la situación de los pueblos indígenas y afrodescendientes en México que hoy enfrentan la imposición de megaproyectos y la violencia criminal.
El racismo es una estructura de dominación, pero en opinión del historiador Diego Bautista Pérez, éste no debe verse únicamente como una pugna ocurrida entre el Estado y los grupos racializados y marginados del país.
En ese sentido, Bautista ve que las protestas antirracistas en el mundo, y las resistencias comunitarias, indígenas, artísticas e intelectuales que las apoyan, nos dan la posibilidad de discutir a profundidad las consecuencias sociales actuales de nuestro pasado ancestral.
Esa discusión nos da la oportunidad de reconocer las prácticas racistas reproducidas en el espacio cotidiano mexicano, los medios de comunicación, la cultura dominante, la religión, la política. Solo así podremos erradicarlas y combatir también al racismo institucional.
En ese sentido, los actos de sabotaje contra los monumentos colonialistas le dan una dimensión histórica a las actuales luchas contra el racismo y la opresión, como lo escribió el historiador italiano Enzo Traverso. Así es. Son como manotazos a la historia, y a la sociedad misma, de lo que ya no debe perpetuarse
* Periodista
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