PARÍS, Francia. El economista Nouriel Roubini, que se hizo famoso por haber pronosticado la crisis de 2008, nunca se caracterizó por su optimismo. No en vano fue apodado Dr. Doom (doctor Catástrofe). No siempre acierta, pero raramente se equivoca. Esta vez el gurú asegura que Europa ha comenzado a entrar en un periodo de turbulencias de imprevisibles consecuencias. Lo más asombroso es que exactamente 10 años después de la recesión más grave que conoció el mundo desde la crisis de 1929 los peores riesgos que acechan al Viejo Continente no son económicos, sino políticos.
Sus viejos demonios se han desatado y empiezan a sobresaltar como espíritus poseídos a la mayoría de los 28 miembros de la Unión Europea (UE).
La última semana demostró que las amenazas no son menores si se adicionan la guerra comercial lanzada por el presidente norteamericano Donald Trump, la crisis italiana, el torbellino que agita a España como consecuencia de una interminable cadena de escándalos de corrupción, y la rebelión de los cuatro países de Europa del Este —Hungría, Polonia, República Checa y Eslovaquia— únicamente interesados en recibir las subvenciones de la UE sin cumplir con ninguna de las normas y reglas comunitarias.
Ese panorama, por si mismo desolador, se sumó a la fragilidad casi estructural en que se encuentra Europa, debido al terremoto político e institucional originado por la inminente salida de Gran Bretaña (Brexit), la inestabilidad de Cataluña, las nuevas perturbaciones en los Balcanes -otro barril de pólvora a punto de estallar- y la permanente injerencia de Rusia, decidida a explotar cada división y sobresalto europeo.
Esa situación alcanzó características alarmantes, como ocurrió la semana pasada, debido a la irresponsabilidad de algunos dirigentes políticos que ignoran las realidades políticas del mundo en el siglo XXI y cómo funcionan los mercados. Los bonos de la deuda italiana se dispararon cuando el líder populista italiano Matteo Salvini especuló con la posibilidad de que el futuro gobierno podría abandonar moneda europea, como si se tratara de una perspectiva fácil de aplicar y rápida de ejecutar. Cambiar de moneda, como demostró la creación del euro y luego -en sentido contrario- la crisis de Grecia, requiere años de preparación y una complejidad técnica que escapa a la simpleza de razonamiento de muchos dirigentes.
La crisis actual, paradójicamente, sorprende a Europa en un proceso de recuperación económica con un crecimiento promedio de 2.3% en la zona euro y 3.5% en Europa Oriental; tasa de desempleo de 8.5% -la más baja desde la crisis de 2008-; con cuentas pública controladas en la mayoría de la zona (11 países presentan excedentes presupuestarios y el resto, con excepción de España y Hungría, tienen déficit inferiores a 2.5% del PIB). Los grandes enfermos de la crisis, que en 2010 fueron colocados en terapia intensiva y asistencia respiratoria -como Grecia, Irlanda y Portugal- ahora exhiben fuertes tasas de crecimiento y redujeron sus déficits.
Como todo el resto del continente, el punto frágil de esos países es la dimensión inconmensurable de su endeudamiento. Al 31 de diciembre pasado, la deuda pública de los 28 miembros de la UE ascendía a 12.5 billones de euros, cifra que equivale a 81.6% del PIB total. Los 19 miembros de la zona euro, por su parte, acumulaban compromisos por valor de 9.7 billones (86.7% del PIB). Los criterios de convergencia del Tratado de Maastricht determinan que la deuda no puede exceder el 60% del PIB.
En la medida en que el Banco Central Europeo (BCE) mantenga sus tasas bajas, esa situación no ofrece riesgos. Pero puede ser inquietante en caso de recesión o de aumento de los tipos, dos cosas que -tarde o temprano- deberán ocurrir.
Los actuales desafíos del bloque comenzarán a ser discutidos en la próxima cumbre europea prevista para el 28 y 29 de junio en Bruselas. Pero no hay razones para esperar que se adopten los grandes planes de reforma para la eurozona propuestos por el presidente francés Emmanuel Macron. Alemania, apoyada por una coalición informal de países nórdicos, se opone a cualquier medida que evoque una suerte de mutualización del riesgo.
“La forma en que se produjo la crisis italiana redujo las posibilidades de un cambio rápido de gobernanza de la zona euro”, según el economista Philippe Dessertine.
Hay otra razón, que nadie evoca en voz alta. La mayoría de los dirigentes europeos -salvo Macron- camina sobre la cuerda floja al frente de frágiles coaliciones que no les permiten tomar decisiones sin correr el riesgo de volar en pedazos o de alimentar la retórica de los partidos populistas, que están al acecho con las fauces abiertas.