Destruir el pasado no va a hacer desaparecer la exclusión actual. Las causas remotas de este fenómeno ya no pueden ser cambiadas y pretender incidir sobre ellas es irracional y contraproducente pues generará rechazo en quienes se sientan afectados y no alterará las causas presentes de la discriminación. Son estas las que deben ser combatidas. Desahogar la ira mediante el ataque visceral al pasado, podrá dar satisfacción momentánea a quien lo hace, pero solo alimentará las divisiones entre los grupos cuya fricción crecerá cerrando vías al entendimiento y la conciliación.
De nada sirve destruir las copias de esa gran obra cinematográfica Lo Que el Viento se Llevó, la cual refleja una realidad que existió y no desaparecerá con su destrucción. El siguiente paso será quemar la novela que inspiró la película y todos sabemos lo que significa quemar libros. El fanatismo enfadado con los registros incómodos del pasado tendría que arrasar con bibliotecas enteras.
Intentar acabar con los símbolos constituye una nueva expresión de la filosofía de los talibanes caracterizada por lanzarse contra las manifestaciones culturales que se les oponen, ya sea destruyendo monumentos o imponiendo unilateralmente su punto de vista como el único admisible.
Esto es precisamente lo que desafortunadamente está sucediendo cuando grupos que tienen demandas atendibles pretenden eliminar del debate público cualquier expresión que manifieste una crítica frente a sus exigencias y, además, persiguen a sus autores reclamando se les excluya del medio por el que se expresan y privándolos de su trabajo.
POLÍTICAMENTE CORRECTOS
La presión de grupos que de modo radical tratan de imponer su punto de vista sobre temas polémicos pero cuya discusión intentan de impedir, genera auténtica aprensión entre quienes defienden posturas a las que se tilda de “políticamente incorrectas”.
Tales temores se justifican porque como he señalado, hay gente a la que han despedido por esta clase de presiones; por eso algunos de los firmantes del manifiesto de los 150 intelectuales, principalmente estadounidenses, que se oponen a esta radicalización intolerante, ahora se están retractando y retirando sus firmas, supuestamente avergonzados bajo la presión de miembros de la corriente de intolerancia que se asemeja a fórmulas verdaderamente deleznables aparecidas en otras épocas y otros lugares, como la ya referida filosofía de los talibanes, o lo que en su tiempo fue el puritanismo impuesto a los ingleses en tiempos de Cromwell, que prohibía incluso las representaciones teatrales consideradas una expresión maligna; la guillotina durante el período del Terror revolucionario encabezado por Robespierre, y la Revolución Cultural impuesta por Mao en China.
Todas esas expresiones tienen un vínculo común con el fascismo y el comunismo que pretenden imponer un pensamiento uniforme. Los referentes mencionados intentaban desde el poder, forzar la unanimidad del pensamiento, pero el fenómeno que me ocupa implica la imposición de las opiniones y creencias de una parte —incluso minoritaria— de la sociedad para acallar a la otra parte.
Ocurre que la más mínima expresión que presente reservas por ejemplo respecto de los posicionamientos frente a la diversidad sexual, a la igualdad de género, a la participación femenina en la vida social, al empleo del lenguaje incluyente, al cambio climático o a la defensa de los animales se convierte en un atentado público que debe ser condenado, sus autores vilipendiados y hasta despedidos del trabajo que realizan.
Las voces de quienes ven en las referidas conductas inhibitorias una amenaza a la libertad de expresión y de pensamiento deben ser escuchadas. En México afortunadamente la Constitución protege la libertad de convicciones éticas, ello quiere decir que el pensamiento que cada quien tenga sobre lo bueno o lo malo debe ser respetado y, cuando se expresa, debe entenderse como un requisito democrático para discutir públicamente cualquier asunto.
La convicción ética, por aberrante que pueda parecer, tiene que ser respetada en tanto se mantenga en el ámbito del pensamiento y de su manifestación escrita, hablada o artística, y no catalogarse sin más trámite como lenguaje de odio, con lo cual se recurre justamente al fenómeno que se quiere combatir. A quienes se atribuye, muchas veces de manera injusta, emplear dicho lenguaje, se les hace víctimas de una actitud igualmente de odio y de exclusión.
Prohibir pensar, o decir lo que se piensa, es uno de los rasgos más conspicuos de cualquier dictadura. Hay que hacer frente a este intento intolerante de imponer una sola línea de pensamiento rescatando la frase atribuida a Voltaire: “No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte el derecho que tienes de decirlo”.
* Político, periodista y académico
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