PARÍS. Libia, país que se encuentra a 350 kilómetros de las costas de Europa, parecía sumergirse irremediablemente en la guerra civil después que el mariscal Khalifa Haftar tomó el control del aeropuerto de Trípoli y aceleró su ofensiva sobre la capital.
Su objetivo consiste en ocupar la ciudad y provocar la capitulación sin condiciones del Gobierno de Unión Nacional (GNA) que dirige Fayez el-Sarraj, reconocido por la comunidad internacional como única autoridad legítima del país.
Las potencias occidentales cerraron ayer sus representaciones en el país y algunos -como Estados Unidos- decidieron replegar sus fuerzas estacionadas en Libia para evitar provocaciones que puedan obligarlas a intervenir en los combates.
La fulminante agravación del conflicto libio provocó extrema inquietud en las cancillerías occidentales porque esa nueva explosión de violencia coincide con la tensa situación que subsiste en Argelia tras la renuncia del presidente Abdelaziz Buteflika. Libia y Argelia comparten una frontera de 900 kilómetros y ambos son grandes productores de petróleo, lo que explica el temor occidental a una desestabilización que podría estremecer los mercados mundiales y colocar en peligro los frágiles equilibrios en el norte de África.
Haftar, de 75 años, cuenta con el apoyo económico y militar de un eje sunita y anti-islamista formado por Arabia Saudita, los Emiratos Árabes Unidos y Egipto.
La operación Torrente de Dignidad “no cesará hasta lograr todos sus objetivos militares”, proclamó Ahmad al Mismari, portavoz oficial del Ejército Nacional Libio (LNA) del mariscal Haftar.
Ocho años después de la muerte del coronel Muamar Gadafi y la caída de su régimen en 2011, Libia sigue sumergida en una situación generalizada de caos, con el país fraccionado en zonas sometidas al control de fuerzas antagónicas.
Haftar, miembro del grupo de oficiales jóvenes que ayudó a Gadafi a tomar el poder en 1969, rompió el jueves pasado la tregua y ordenó a sus tropas lanzarse a la conquista de Trípoli.
El mariscal adoptó esa decisión mientras el secretario general de la ONU, Antonio Guterres, se encontraba en la capital tratando de evitar la reanudación de la violencia. Guterres se había reunido poco antes con el militar en su cuartel general de Bengasi para concretar la conferencia de paz del 14 al 16 de abril, que fue negociada por el emisario de la ONU en Libia, Ghassan Salamé, con los diferentes actores del conflicto.
El mariscal también rechazó todos los llamados a evitar la guerra lanzados por organismos internacionales. Los cancilleres del G7, reunidos en el balneario francés de Dinard, apelaron a una tregua. “No puede haber victoria militar. La solución sólo puede ser política”, agregó el ministro francés de Relaciones Exteriores, Jean- Yves Le Drian. Pero el portavoz militar de Haftar respondió ayer que “no escucharán (ningún pedido) hasta que no alcancen todos los objetivos militares”.
El actual hombre fuerte de Libia -reclutado en los años 1980 por la CIA, que lo convirtió en uno de los principales opositores a Gadafi en el exilio-, busca desde hace años tomar el control total del país.
En mayo de 2014, logró que el gobierno rebelde con sede en Tobruk lo designara jefe del antiguo Ejército Nacional Libio (LNA) y meses después inició una operación que le permitió conquistar los puertos de Sidra y Ras Lanuf -corazón de la industria petrolera- y tomar el control de las ciudades de Bengasi y Derna, iniciativa que desencadenó una gigantesca crisis humanitaria.
Si logra dominar la capital, el último foco de resistencia sería Misrata, principal puerto comercial del país, que en 2016 envió tropas de refuerzo para sostener al gobierno impuesto por la ONU en Trípoli.