Crece el islam en la frontera norte

La fe de Mahoma se arraiga tanto en mexicanos, como en migrantes haitianos

Daniel Ángel Rubio | El Sol de Tijuana

  · sábado 10 de agosto de 2019

Hoy funcionan dos espacios en Rosarito, otros dos en Tijuana y hay uno más en construcción en esta misma ciudad / Ángeles García

TIJUANA. Playas de Tijuana alberga una de las pocas mezquitas que se encuentran en México. Aquí se reúnen para orar tanto mexicanos convertidos a la fe de Mahoma, como extranjeros que encuentran consuelo en su peregrinaje hacia Estados Unidos, pese al temor que esta religión causa en algunas personas del país vecino.

Omar Amaya, el imán o líder del Centro Islámico de Baja California Masjid Omar, dice que es habitual recibir a unos 60 musulmanes para la oración de cada viernes, pero en algunas celebraciones suman hasta 500 personas provenientes de Tijuana y Playas de Rosarito.

Hay hombres que llegan desde Nueva York, pero también hay cada vez más haitianos, la comunidad que hace unos dos años se acopló a esta ciudad de migrantes.

Salam, se dicen unos a otros deseándose paz, antes de entrar al templo a rezar la Yumu’ah.

La mezquita en Playas de Tijuana existe desde 2013, Omar tiene año y medio allí, aunque ser musulmán no sea fácil desde hace un tiempo, mucho menos para quienes hacen su vida diaria entre México y Estados Unidos.

“Los detienen cada que cruzan”, comenta Omar Amaya tras dirigir la Yumu’ah. Él nació en Aguascalientes, tuvo padres católicos y se convirtió al islam hace doce años luego de buscar en el budismo y el hinduismo.

“Hasta a mí en los sobrerruedas me han molestado con mi esposa. Vienen y me dicen: vete de aquí, vete a tu país. Soy mexicano, ¿a dónde me voy?”, menciona.

El problema para quienes cruzan seguido la vigilada frontera entre Tijuana y San Diego, es cuando no llaman la atención por su antiquísimo sistema de tradiciones y creencias sobre Dios, sobre el propósito de la vida o sobre la muerte, sino por el concepto de terrorismo.

Mientras el imán platica, la mezquita se va vaciando y los asistentes se despiden como viejos conocidos. Para entonces las mujeres ya bajaron del piso superior, donde oraron por separado detrás de unas delgadas cortinas claras.

Julio, un tijuanense corpulento de voz hueca que suelta a borbotones un español marcadamente anglosajón, pide omitir su nombre original y que no le tomen fotografías dice que esta situación le está afectando "mental y físicamente”. Cuenta que lo llevaron a Estados Unidos cuando tenía nueve meses de edad, comenzó a practicar el islam en 2011 y lo deportaron hace siete años porque nunca regularizó su situación migratoria.

No lleva barba y tampoco viste la ropa tradicional porque asegura que desde 2014 lo molestan autoridades estadounidenses y mexicanas argumentando que colabora con algún grupo extremista. En diciembre del 2018 acudió a la Comisión Nacional de Derechos (CNDH), por lo que considera un hostigamiento que ha trastocado su vida cotidiana.

“He tenido la necesidad de ir con sicólogo porque tengo mucho temor, tuve que dejar un buen tiempo a mi familia, vender mi negocio”, dice en el documento al que El Sol de Tijuana tuvo acceso.

El diagnóstico de esa revisión médica dice que Julio mostró un alto nivel de ansiedad, trastorno del sueño, tendencia a los sobresaltos y tiene conciencia de su problema.

“Yo soy mexicano, no tengo nada que ver con Estados Unidos ya. Quiero que mi gobierno me proteja, que haga algo (…) Ya no sé qué hacer. Nada más quiero que me dejen en paz, volver con mi familia, es todo lo que yo quiero”, subraya.

Una presión similar dice vivir Gabriel Oropeza Gutiérrez, que nació en Chula Vista, California, aunque creció en Tijuana.

Con la imagen de la muerte tatuada en el brazo derecho cuenta sin problema que estuvo preso en Estados Unidos, pero no cree que eso origine las revisiones, sino que son por su fe.