MATANGUARÁN, Michoacán. Son tres las cruces que se observan justo en la entrada hacia Matanguarán, una pequeña comunidad con menos de 600 habitantes en el municipio de Uruapan. En medio de decenas de plantíos de aguacate hay unas cuantas casas, la mayoría austeras, con gente que únicamente sale a trabajar, pues no hay ni siquiera una plaza para ir de paseo y el único templo permanece vacío, sin que nadie se acerque a pedirle algún favor a la Virgen de Guadalupe, cuya figura luce grandiosa en uno de sus muros.
Hace poco más de un año, el 10 de marzo de 2022, en esta localidad las balas detonaron durante horas que parecieron eternas. Desde las 9:30 y hasta pasado el mediodía, dos cárteles del narcotráfico se enfrentaron sin tregua causando el pánico de los pobladores, pero principalmente el de los alumnos de la escuela primaria Juan Aldama, quienes tuvieron que resguardarse debajo de los mesabancos mientras afuera la violencia no cesaba.
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Los profesores fueron auxiliados por policías estatales para abandonar el pueblo en una caravana con más de 20 vehículos oficiales, mientras que las clases se suspendieron en los días subsecuentes.
Un año después, los 65 niños inscritos en esta escuela parecen haber superado el trauma. A las 10:00 de la mañana están en el recreo y todos corren de un lado a otro sobre una cancha de basquetbol cubierta por un domo de aluminio. Hay gritos, hay risas, hay mucha inocencia en sus rostros.
La escuela se montó sobre un terreno un tanto desigual, lo que obliga a subir unos cuántos escalones para el ingreso y otros más para ir a los baños que no cuentan con sistema de descarga.
“No tenemos agua potable y apenas nos llegó algo de mobiliario nuevo y algunos útiles escolares; aquí, como en muchas escuelas rurales, el gobierno nos tiene en el abandono”, acepta el director Alejandro Santos Saucedo, quien advierte que no dará entrevista sobre ningún tema por razones de seguridad. Pese a la insistencia, reitera que no hay nada que pueda agregar sobre aquella balacera de la que también fue víctima: “¿Qué más podría decirles?”, se pregunta, y de forma amable invita a que abandonemos las instalaciones lo antes posible.
Las condiciones de rezago escolar descritas por el profesor no son la excepción en el estado. En mayo del año pasado, la entonces secretaria de Educación, Yarabí Ávila González, aceptó que seis de cada 10 niños que cursan el tercero de primaria no saben leer o multiplicar, mientras que Michoacán ostenta el primer lugar en deserción escolar y en alumnos reprobados.
La misma funcionaria dijo en diciembre de 2021 que 405 escuelas no tenían agua potable y presentaban diversos daños en su infraestructura, como ocurre con la Juan Aldama de Matanguarán. De acuerdo a datos del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), en el campo el 37 por ciento de la gente sufre rezago educativo, mientras que en las ciudades baja a 26 por ciento.
La pandemia fue otro duro golpe contra la educación de los menores, sobre todo de los más pobres, ya que las clases se impartieron en línea, cuando en comunidades rurales no hay acceso a Internet. En esta ranchería, dice una vecina que tiene una tienda de abarrotes prácticamente sin mercancías, “las tareas llegaban por WhatsApp y nadie entendió nada”, ni alumnos ni padres de familia, aunque finalmente fueron pasando de grado. Sus dichos concuerdan con otro dato del Coneval: en las localidades rurales, el 68 por ciento de los adultos mayores de 65 años apenas saben leer y escribir.
Tan solo en Uruapan, el 42 por ciento de la gente es pobre, 14 por ciento sufre rezago educativo, 33 por ciento no goza de acceso a servicios de salud y 60 por ciento no sabe lo que es la seguridad social. Otro 20 por ciento experimenta carencias alimenticias y 13 por ciento vive en casas sin servicios básicos.
MOTOS POR TODOS LADOS
Matanguarán colinda con otras rancherías que se esconden entre tanto árbol de aguacate. Al norte está El Choromo y Jaramillo; al sur La Tijera y Las Varas, y más cerca de todo eso un rancho al que se le conoce como El Chicharrón, curioso apodo que le causa gracia a la dueña de la tienda. “A lo mejor le dicen así porque hace mucho calor”, especula, mientras relata a cuentagotas lo ocurrido aquella mañana de marzo, cuando los profesores salieron con las rodillas sangrando porque no podían ponerse de pie ante el miedo que el fuego alcanzara a sus alumnos.
Después del negro capítulo, dice la señora, las cosas no cambiaron mucho. Muy de vez en cuando entran los policías a hacer algún rondín, pero se van rápido, al igual que un sacerdote que oficia misa los domingos y enseguida se regresa.
No hay razones para quedarse por mucho tiempo en el poblado. Durante la búsqueda de testimonios para este reportaje, un joven de unos 20 años conduce una motocicleta, carga un arma larga y sobre el pecho trae grabadas las siglas del Cártel Jalisco Nueva Generación. Para hacerse notar más da unos acelerones y luego se escabulle a toda prisa por la vereda, para que minutos más tarde se escuchen un par de detonaciones que alarman a una muchacha que corre angustiada y advierte a los vecinos que se resguarden, “porque ya hay balazos allá arriba”.
A la señora de la tienda parece preocuparle poco el supuesto enfrentamiento y se pone a lavar su ropa mientras cuenta algunos detalles más de esa localidad. “De puro aguacate se vive aquí, pero lo pagan muy mal, no sé en cuánto, pero lo pagan muy barato”, se lamenta.
Cuesta arriba de Matanguarán hay una empacadora del oro verde donde decenas de hombres entran y salen a bordo de motocicletas, que parece ser el vehículo preferido porque además de los llamados “halcones”, como ese joven de 20 años, las usan los estudiantes de la secundaria y el Telebachillerato. Más allá de eso no hay otra cosa, así que, a lo mucho, un domingo se puede ir a la presa donde el agua ya no se ve, porque ha sido tapada por toneladas de lirio. El resto es mirar hacia la nada, donde hay árboles y más árboles, así como pronunciadas barrancas.
Esos caminos intrincados son precisamente los favoritos de los grupos del crimen organizado para intensificar sus actividades. La plaza es disputada por el CJNG y Los Viagras, quienes han extendido su batalla a otras zonas como San Juan Nuevo y Las Tejerías, en donde incluso han circulado los camiones artesanales conocidos como “monstruos”.
Por ello, no es extraño que de vez en cuando policías estatales o elementos del Ejército Mexicano peinen la zona en búsqueda de armas y droga. La operación más reciente fue el 2 de mayo, cuando investigadores de la Fiscalía General del Estado (FGE) y elementos de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) detuvieron a un hombre llamado Diego Noé N, quien portaba un arma calibre 7.62 x 39 mm, 10 cargadores, 272 cartuchos útiles, envoltorios de cocaína y pacas de marihuana.
El 18 de agosto del año pasado, el propio Ejército llegó a Matanguarán para descubrir un narcocampamento en el que llamó la atención la presencia de tres grandes tambos. Al abrirlos, los soldados hallaron 20 mil cartuchos de distintos calibres, 323 eslabones para cartuchos, 28 cargadores, 14 fornituras y dos chalecos tácticos.
ES MEJOR NI ASOMARSE
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Un trabajador educativo que prefiere guardar el anonimato relata en entrevista que meses antes ofrecían un círculo de estudio en el pueblo, además de exámenes para la educación de los adultos, pero ambas actividades se cancelaron ante el acoso de líderes del crimen organizado, quienes incluso llegaron a retenerlos por algunas horas. Asegura que en la zona más alta abundan los laboratorios clandestinos y que en todo Uruapan se sabe de los riesgos que se corren al cruzar el largo camino que conecta con la carretera federal: “En Matanguarán se huele el miedo”, asegura, sin temor a equivocarse.
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