Con el cabello alborotado por la humedad de sus tierras, las mujeres afromexicanas siguen luchando por superar el rezago y la marginación que se vive en comunidades de Oaxaca donde la pesca y la siembra, ya no garantizan la subsistencia.
“La tierra está cansada y el mar bravo por lo que le hemos hecho, y nos lo está pagando con poca siembra y menos pesca”, asume Maximiana una de las tantas mujeres que forma parte de una de las 16 etnias que habitan la Costa Chica de Oaxaca.
Descendientes de aquellos que en el siglo XVI fueron traídos de la Nueva España para trabajar como esclavos en haciendas o plantaciones, hoy tiene que luchar en su propia tierra para poder llevar el pan a la mesa.
Recuerda como a sus 32 años dejo su tierra para ir en busca de un mejor futuro para ella, y para sus dos hijos que a temprana edad perdieron a su padre, un pescador que enfermo de neumonía y al que la falta de médicos y medicamentos llevó a la muerte.
Sin embargo, esa salida la considera la peor decisión que ha tomado, pues dejar sus raíces la llevo a conocer un mundo que era ajeno para ella: la discriminación, no por su pobreza, sino por el color de su piel.
“En (la Ciudad de) México las cosas son muy feas, piensan que estás apestada por tu color, piensan que somos gente mala y así nos trataron; en la escuela hacían llorar todos los días a mis hijos quienes clamaban por regresar a su pueblo, donde si padecían hambre, pero eran felices pues no había diferencia entre unos y otros”, recuerda.
La angustiada mujer de piel canela relata que se instaló en Iztapalapa una zona pobre. Una amiga le consiguió trabajo de empleada doméstica, pero cuando la señora de la casa la vio, dijo que no podía contratarla pues no se imaginaba a una negra cuidando a su hija.
“De los 7 meses que estuvimos ahí sólo una vez conseguí trabajo bien, fue en una panadería donde los dueños eran dos abuelitos, ahí aprendí a hornear. Pero eso se terminó luego pues Don Tomás murió y a su esposa se la llevaron sus hijos, por lo que tuvo que cerrar el negocio, lo que me dejo otra vez en la calle”, señaló.
Ante estas circunstancias y al ver que el maltrato por el color de piel continuaba en contra de sus hijos, decidió regresar a Santa María Cortijo, donde con ayuda de familiares inició su panadería que ha sido su sustento. Sus hijos hoy viven mejor y ella tiene dinero para poder apoyarlos en sus estudios.
Espera que los jóvenes tengan mejores oportunidades, y que si deciden emigrar no les vaya tan mal como a ella sólo por ser color canela.